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viernes, 20 de noviembre de 2015

Rubén Blades reflexiona sobre atentados en París

'No podemos considerar, menos aceptar, que exista un "derecho a matar" ', dice cantautor y abogado.

Por: RUBÉN BLADES

Foto por: AFP

Gobierno de Francia desplegó esquema de seguridad en los puntos con mayor riesgo en la capital del país.

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El brutal e inhumano ataque perpetrado por fanáticos fundamentalistas musulmanes en París es un acto condenable, sin dudas o titubeos. No existe justificación posible para el asesinato de gente inocente.

No podemos considerar, menos aceptar, que exista un “derecho a matar”, ni podemos ser persuadidos por las excusas que encuentran sustento en la interpretación maniquea del valor e importancia de una religión. Tampoco aceptamos la intención de despertar simpatías invocando el argumento de pasadas injusticias como explicación para lo indefendible.

Tanto el 11 de septiembre del 2001 como los asesinatos de Yitzhak Rabin y de Anwar Sadat y los crímenes y abusos cometidos contra la población judía y árabe en el Medio Oriente, ejecutados por extremistas pro-Israel, prochiitas, prosuní, o de la designación que sea, deben ser considerados como actos dirigidos a impedir la posibilidad de conversaciones y acuerdos que detengan el ciclo actual de violencia y que permitan crear el camino hacia una paz negociada.

Los responsables por estos actos criminales deben ser repudiados, independientemente de la nacionalidad, creencia religiosa o afiliación política que tengan ellos o sus víctimas.

Los hechos ocurridos en Francia son inaceptables porque atentan contra todo principio de humanidad y no están sujetos a negociación con la razón. La discusión, por lo tanto, debe dirigirse a la consideración de algunos puntos que, o son ignorados a propósito, o pasan desapercibidos y terminan conduciéndonos a interpretaciones erradas, o falacias.

Empecemos por aclarar qué es rebelión. Un ejemplo de acto rebelde fue la espontánea acción popular de protestas contra gobiernos del Oriente Medio ocurrida en el 2011, luego de la inmolación de Mohammed Bouazizi, en respuesta a la falta de atención de las autoridades tunecinas a su reclamo por una injusticia cometida en su contra. El tema del derecho a la rebelión, invocado ya tantas veces en el pasado con la pretensión de explicar actos terroristas, no es aplicable para lo que ha ocurrido en Francia. La acción de Isis no se puede considerar como un legítimo acto de rebelión porque el acto rebelde está firmemente vinculado a la convicción del respeto al ser humano. El acto rebelde busca establecer un límite a lo que se percibe como un exceso, nace en contra de lo que lacera la libertad y seguridad del individuo. La naturaleza del acto rebelde es opuesta a la destrucción de otro ser.

El “ojo por ojo” no es un acto de rebeldía, es un acto de venganza y el acto de venganza dirigida de manera indiscriminada es un ejemplo de nihilismo.

El suicidio, utilizado por Isis como una expresión política, es una acción nihilista, una negación de todo, incluyendo cualquier afinidad política o religiosa. Si el acto de rebelión es intrínsecamente una afirmación de vida, ¿cómo se puede aceptar la aplicación del terrorismo, que extingue vidas inocentes, como una forma de reparación para una injusticia sufrida? ¿Acaso creando una nueva injusticia se redime la pasada? El acto rebelde procura la protección del individuo, defiende su derecho a la vida. El acto rebelde no busca aterrorizar; trata de establecer un balance de justicia, oponiéndose al abuso, para así producir una moderación que permita el desarrollo justo del ser. El acto rebelde es, en esencia, una gestión del optimismo.

La experiencia histórica informa que todo proceso revolucionario, iniciado por una rebelión que busca transformar el statu quo, se origina como un intento para asegurar justicia y derechos humanos. Sin embargo, las revoluciones más emblemáticas de la historia reciente han terminado degenerando esa intención inicial, transformándose en gobiernos totalitarios, represores, en nombre de una ideología o de un argumento religioso. Se sustituye la noción del individuo y su razón, y se crea un concepto abstracto y totalitario, por el cual no se duda incluso en asesinar. Si bien es cierto que el concepto de libertad demanda límites, la violencia impuesta y la negación de libertad no consensuada bajo estos sistemas acaban por desnaturalizar la justificación primaria del acto rebelde.

Las acciones de Isis evidencian una actitud encaminada a lograr la destrucción de todo aquello con lo cual no comulga. Su tesis procura, sobre la sangre de sus acólitos, construir una historia nueva, definida por sus creencias, sus interpretaciones, capaz de ser impuesta a la fuerza al resto del mundo. Bajo esta nueva interpretación, la tolerancia que promueve el Corán solo podría ser aplicada después de la creación de un Estado musulmán puro, para lo cual es necesario, según la visión extremista, destruir o eliminar todo lo que se considera impío. Sobre el resultado de tal exterminio, sostienen que nacería una nueva realidad: el Estado musulmán global y el definitivo triunfo del islam sobre el mundo. La utilización del terrorismo como método para crear una sociedad mejor no es nuevo. Precisamente en Francia, de 1793 a 1794, durante los nueve meses que duró el periodo denominado el “reino del terror”, muchas de sus figuras principales, como Robespierre, Danton y Marat, resultaron víctimas de sus propios excesos. Miles de personas murieron en la guillotina, o asesinados, o perecieron en cárceles, ¿y todo esto en aras de la libertad, igualdad y fraternidad?

Durante el reino del terror no existió respeto hacia el derecho del inocente, ni del acusado. El Estado omnipotente determinaba y santificaba el caos y todo fue justificado con el argumento de que se intentaba establecer una sociedad más justa. Lo que resultó de esa supuestamente loable intención fue la violación total de la justicia y la mutación hacia la tiranía del argumento libertario. Y antes, en la Edad Media, existió la Santa Inquisición, con resultados igualmente condenables.

Los excesos de la fe provocan consecuencias tan execrables como las causadas por el totalitarismo político y se proyectan en dos planos: uno en el cual la obsesión religiosa alienta y explica sus actos y otro en el que pretende purificar políticamente a través de la violencia.

Isis contradice la justificación del acto rebelde al proponer lo absoluto como ideal y al ejercer la violencia indiscriminada, asumiéndola como el motor político para el cambio social que procura. Es un claro ejemplo del tan discutido argumento sobre si el fin justifica los medios, expuesto por Maquiavelo hace ya siglos, reinterpretado y acomodado a cuanto propósito se antoje por pragmatistas, apólogos de la violencia, políticos y los que habitan en los extremos del argumento.

Vivimos en un mundo donde nuestras comunicaciones privadas son violadas diariamente por poderes que consideran necesaria tal intervención, en el supuesto de garantizar que episodios como el de París no se produzcan. Drones son utilizados para asesinar a individuos considerados peligrosos para la sociedad, que a veces equivocan su rumbo y destruyen bodas, escuelas u hospitales. Extremistas políticos buscan la eliminación de culturas e ideas que no encajan con sus expectativas. Compañías e intereses económicos a los que solo interesa el lucro alientan acciones que ponen en peligro la salud de nuestro planeta. En el mundo de hoy, los más somos rehenes de los oscuros propósitos de los menos.

Ante este escenario de peligro, quizás las preguntas que más exigen aclaraciones sean estas: ¿Acaso el fin realmente justificará los medios? ¿Quiénes determinarán la justicia o injusticia de las acciones y de las reacciones, una vez roto el balance entre el orden social, el acto de rebelión y la necesidad de organizar una mejor realidad posterior? ¿Quién definirá qué es moral y qué no? ¿Quiénes ganan o pierden?

Acciones como los asesinatos de París, actos concebidos y organizados disciplinada y deliberadamente no por locos, sino por gente que se considera la propietaria de la razón, confirman lo enferma que está parte de nuestra sociedad global y además presentan la horrorosa posibilidad de un contagio, que puede enfermar y producir el derrumbe de nuestra democracia, convicción en la justicia, en la igualdad, en la oportunidad y consideración para todos, bajo un sistema de leyes. El riesgo que también corremos hoy es que en el afán de proteger nuestra estructura democrática de la acción terrorista utilicemos, precisamente, los métodos que censuramos, y que tal hecho termine provocando la desaparición del sistema democrático, de nuestras libertades y de nuestro derecho a la rebelión.

Paradójicamente, el fin de esa facultad, bajo el alegado propósito de contener al terrorismo, determinaría el triunfo del totalitarismo sobre la libertad y sobre los individuos. La aceptación del argumento de la acción nihilista como indeseable pero necesario preámbulo a la creación de un mejor mundo es una tesis que ha sido defendida por Robespierre, Hitler, y ahora por grupos como Isis. Pero también ha sido pragmáticamente aplicada, aunque no de manera consistente, por sociedades democráticas. Entre estos ejemplos está el caso de la utilización del poder atómico en Hiroshima y en Nagasaki por los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial.

Un acto desprovisto de moral, pragmáticamente decidido y aplicado, “por el futuro bien común”.

¿Acaso el fin justificará los medios? Esa es la pregunta del siglo XXI, y no solo para grupos como Isis: también para nuestras sociedades democráticas y para los habitantes del planeta.

La respuesta, pienso, determinará el futuro del mundo y el de la libertad del individuo. Evadir la consideración del punto, por espinosa que resulte la discusión del tema, representa un peligro para todos, tan real y escalofriante como los horrorosos actos que hoy lastiman el alma de Francia y que afligen y preocupan a la comunidad mundial.

RUBÉN BLADES

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